Pocos personajes habrán alcanzado una tan amplísima gama como este vampiro salido de la imaginación del escritor Bram Stocker. Y también será difícil encontrar una concordancia más pobre que entre este muerto viviente y el personaje histórico al que le robó el nombre. Porque Vlad IV apodado por sus súbditos como Drácula con ser un ser despreciable y sanguinario, nada tenía que ver con el longevo conde que cada noche sale a beber su dosis de hemoglobina necesaria para seguir no y viendo por los siglos de los siglos.
En fin, a no ser por Stocker y, sobre
todo, por el séptimo arte, que entró a saco en esta historia increíble, el
verdadero Vlad apenas sería conocido en otros lugares que no fuesen sus
apartadas montañas de los Cárpatos, como mucho, algunas comarcas próximas. En
cuanto a las comparaciones, el auténtico Drácula sería mucho más aterrador que
el de ficción y, por desgracia, la presencia de un crucifijo frente al rey de
Valaquia, se demostró inútil para poder salvar a ninguna de sus numerosas
víctimas.
El
auténtico Drácula fue un noble rumano oriundo de Valaquia que dejaría el
recuerdo insufrible de los cruentos padecimientos a los que sometió a los suyos
, a su propio pueblo (toda una población aterrorizada), como a los extranjeros.
Pocos dudaban de la enajenación de Vlad IV y el placer que experimentaba
sometiendo a tortura a cientos de sus súbditos. Por eso, sus crímenes hicieron
que se le conociese como Drácula, que significa el hijo del Diablo (y, también,
dragón). El verdadero Drácula, como personaje real, pasaría a la Historia como
Vlad IV el Empalador.
Vlad
se sentó en el trono de su país a los 18 años, bien es cierto que, al principio,
como soberano títere de los turcos. De su contacto con los otomanos, por cierto,
aprendió el horrible suplicio del empalamiento que después, en cuatro años de
locura, utilizaría hasta la saciedad. Una vez que se pudo liberar de sus
carceleros, volvió a Valaquia y, en 1437, se autoproclamó Cristo Dios, gran
voivoda (príncipe) de Hungro-Valaquia. Insaciable en su necesidad de matar y
hacer sufrir, se enemistaba constantemente con todos los que le rodeaban en un
afán —~,de supervivencia?— por incrementar el número de sus futuras víctimas.
Una vez éstas adquirían una realidad evidente, Vlad las mataba de mil y una
maneras, sobre todo a través del empalamiento. Pero su fértil imaginación y sus
instintos sádicos no se tomaban un respiro y ensayaba nuevos sistemas de mandar
al mundo de los difuntos a miles de potenciales víctimas. Así, un día hirvió
vivo a un gitano acusado de ladrón, y obligó a su familia a que se lo comiesen
después. El número de sus víctimas se contaron por miles que aparecían incluso
aumentadas por el boca a boca de los aterrados habitantes del lugar. En Schylta
ordenó matar a 25.000, y en una ciudad cercana, el día de San Bartolomé de 1460,
empaló a 30.000. A una concubina que le comunicó su embarazo, ordenó que le
abrieran el vientre a ver si era verdad.
Provisionalmente puso fin a este estado de cosas el rey Matías de Hungría, que
lo encerró durante una docena de años por ver si se calmaba en su frenesí
sangriento. Fueron sus propios súbditos los que, asqueados de sus procedimientos
torturadores, lo denunciaron al rey de Hungría. En su prisión, Vlad no demostró,
precisamente, arrepentimiento alguno; por el contrario, sobornaba a sus
guardianes para que le proveyeran de ratones y otros animales a los que, para no
olvidarse de su obsesión, se distraía empalándolos. Salió en libertad en 1474,
y, al parecer, con ganas de pelear, ya que se metió en una nueva guerra con los
turcos, luchando frente a los cuales murió, en una cruenta batalla, a los 45
años de edad. Los otomanos le cercenaron limpiamente la cabeza y la enviaron,
previamente conservada e introducida en miel, al sultán de Constantinopla.
Como
se advierte al principio, y a pesar de sus monstruosidades, nada abona la
acusación contra Vlad IV de ser un bebedor de sangre, o de desdoblarse en
vampiro. El error, propagado a través de la celebérrima novela de Bram Stocker
más de tres siglos después, pudo deberse a que, en rumano, Drac significa
diablo; y en Molda via Drakul es sinónimo de vampiro, ese animal que necesita
beber sangre caliente para sobrevivir. Resulta obvio que, comparado con el
auténtico Vlad IV, el pobre personaje de la citada novela y de tantos films era
un buen cadáver que regresaba pronto a su ataúd. Vlad IV acabó mal, muy mal. Y,
sin embargo, en la memoria colectiva de Transilvania, se fue transmitiendo la
leyenda del gran héroe nacional Vlad IV, el cual —para algunas gentes—, si las
cosas se ponen feas, volverá de nuevo para salvar a su pueblo. Aunque, entre ese
mismo pueblo, también la leyenda del Empalador se ha utilizado siempre para
asustar a los niños revoltosos...
El
cine se apresuró muy pronto a trasladar a la pantalla a un personaje tan
atractivo e interesante. Bien es cierto que nos referimos al Drácula-vampiro de
Stocker. En 1931 el director Tod Browning rodó su Drácula con el mejor actor que
llegaría a identificarse con el conde-cadáver: Bela Lugosi, que, curiosamente,
era de origen húngaro y, por lo tanto, de una tierra próxima a la Valaquia y a
los Cárpatos donde reinó el auténtico Vlad IV. Antes y después (en la historia
del cine hay un título, Nosferatu, de Murnau, en los años 20, que es un clásico)
los vampiros con forma humana llenarían las pantallas, pero prácticamente nadie
se atrevió, que se sepa, a trasladar a imágenes la auténtica biografía del
Empalador, quizás porque las mordeduras del conde-vampiro son de alguna manera
asumibles y los suplicios de Vlad no.
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